El concepto de “antofagastinidad”, promovido en diversos discursos patrimoniales, educativos y políticos, se ha convertido en una noción identitaria que pretende definir una supuesta “esencia” cultural de Antofagasta. Sin embargo, dicha operación semántica y simbólica encierra un conjunto de mecanismos de poder que resultan problemáticos desde el punto de vista antropológico, histórico y político. La antofagastinidad funciona más como un dispositivo ideológico de homogeneización que como un espacio de reconocimiento de las diferencias y tensiones que configuran la historia social del norte chileno.
En su núcleo, el término aspira a fijar una identidad coherente, "heroica" y monolítica fundada en mitos del trabajo, la modernidad industrial, el civismo y la blancura moral. Tal pretensión, lejos de ser inocente, responde a la necesidad de las élites locales de fabricar una narrativa unificadora que oculte la heterogeneidad étnica, migratoria y de clase que caracteriza a la región. La antofagastinidad, así entendida, no describe la experiencia plural del territorio, sino que la disciplina, la clasifica y la domestica bajo la ilusión de una comunidad homogénea y armoniosa.
Esta operación cultural tiene raíces profundas en los imaginarios del extractivismo y el progreso republicano. La exaltación del “espíritu antofagastino” se asocia al orgullo minero, la racionalidad técnica y la supuesta europeización de la urbe durante el siglo XX, en oposición a los espacios andinos, rurales o populares, vistos como residuos del atraso o la barbarie. En este sentido, la antofagastinidad actúa como una forma de blanqueamiento simbólico y de borradura del conflicto: un relato que excluye al migrante desheredado, al indígena, al trabajador precarizado, a la mujer popular de la escena de lo representable, omite al niño contaminado.
El problema no es la búsqueda de sentido o pertenencia, sino el carácter esencializante y semifascista de esta identidad. Esencializante, porque transforma procesos históricos cambiantes —las oleadas migratorias, los mestizajes, las dislocaciones del capitalismo minero— en atributos fijos y naturales de un “ser antofagastino”. Y semifascista, porque su lógica de pureza y pertenencia reproduce mecanismos de exclusión, disciplinamiento y vigilancia moral sobre quienes no encajan en su molde normativo. La retórica del “orgullo antofagastino” se vuelve peligrosa cuando se usa para marcar fronteras simbólicas entre los “de aquí” y los “de afuera”, entre los “verdaderos” ciudadanos y los cuerpos considerados foráneos, impropios o contaminantes.
En este marco, la antofagastinidad opera como un nacionalismo regional: una micro-ideología de cohesión imaginaria que reproduce las violencias del Estado-nación en escala local. Se trata de una identidad fetichizada, que transforma la diferencia en folclor o en amenaza, y que convierte el pasado industrial en un mito redentor que legitima el presente desigual. Su genealogía está atravesada por la lógica del enclave, la segregación urbana y la memoria selectiva del progreso.
Frente a ello, urge reemplazar la noción de antofagastinidad por una lectura pos-identitaria y decolonial, que reconozca la multiplicidad de temporalidades, lenguas, trayectorias y memorias que habitan la región. Más que un “ser”, Antofagasta es un “entre”: una zona de pasajes, de arribos y partidas, de mestizajes inacabados y conflictos vivos. Devolverle su carácter inestable y relacional a la identidad local no solo implica desmontar los discursos de pureza, sino también abrir la posibilidad de una ciudadanía cultural más inclusiva, conflictiva y democrática. Ahí, Sabella, se pierde como fetiche de la aglutinación.
SABELLA
La Antofagastinidad, tal como la definió Andrés Sabella —“un sentimiento de amor por Antofagasta que debe traducirse en un servicio cotidiano de progreso y provecho de la ciudad”—, parece hoy más bien una consigna moralizante que una categoría viva de pertenencia. Detrás de su aparente inocencia afectiva se esconde una ideología del orden y la productividad, una forma de disciplinamiento emocional que busca suturar, con retórica sentimental, las profundas fracturas sociales, ecológicas y simbólicas de una ciudad marcada por el extractivismo, la segregación y la desigualdad.
Ese “amor por la ciudad”, elevado a mandato cívico, termina funcionando como un dispositivo de silenciamiento. Invita a querer a Antofagasta, pero no a pensarla críticamente. Llama al servicio y al progreso, pero no a interrogar quién se beneficia realmente de ese progreso. En su matriz, la Antofagastinidad reposa sobre la misma lógica del “orgullo regional” neoliberal: una identidad cívica que exalta la resiliencia, el emprendimiento y la eficiencia, mientras invisibiliza la explotación minera, la subcontratación, la periferia ante la influencia del Estado, la asimetría entre capital y Estado, la devastación ambiental y las vidas descartables que sostienen el brillo del puerto y la mina.
Convertida en un mito local, la Antofagastinidad opera como una gramática afectiva del consenso. Funciona como ideología del bienestar en un territorio que ha sido históricamente campo sacrificado. Bajo su discurso de amor y pertenencia, se naturaliza la jerarquía entre el centro y la periferia, entre quienes gozan de la ciudad y quienes la padecen.
Sabella, en su afán humanista, quiso crear un sentimiento cívico, pero su definición terminó capturada por la maquinaria simbólica de la patrimonialización propia del neoliberalismo regional, que la transformó en una etiqueta vacía, repetida en campañas municipales, eventos turísticos y discursos empresariales. En lugar de interpelar las estructuras de poder que han hecho de Antofagasta un enclave extractivo, la Antofagastinidad las legitima al ofrecer una versión romantica y despolitizada de la realidad local.

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