La reciente etnogénesis del pueblo chango en el norte de Chile no puede entenderse al margen de los procesos contemporáneos de mercantilización del sufrimiento y patrimonialización de la identidad que va de la mano con cierta “indigenidad permisible”. Se trata de una indigenidad performativa que exige a los sujetos encarnar públicamente una identidad coherente, espectacular y esencializada, aceptable ante los ojos del Estado, de las instituciones patrimoniales y de los mercados turísticos y culturales.
La patrimonialización, entendida aquí como una tecnología de gobierno, intensifica esta dinámica al convertir "lo chango" en un objeto cultural valorizable, registrable y monetizable. Lo que se preserva, entonces, no es tanto la complejidad de las experiencias costeras, ni sus trayectorias históricas de movilidad, mestizaje o resistencia, sino una imagen estetizada, congelada y consumible del “indígena marino” (definida "solamente" por una condición laboral). Se activa así una lógica de fetichización del origen que relega las memorias de despojo, racialización y desplazamiento a un segundo plano, reemplazándolas por narrativas amables, apolíticas y folklorizadas.
En un contexto donde el multiculturalismo neoliberal transforma el dolor histórico en recurso gestionable, la figura del chango (otrora marginada o invisibilizada) reaparece estratégicamente como sujeto patrimonial, portador de una "herida" que ahora es valorizada simbólica y económicamente.
Esta reemergencia identitaria, lejos de ser puramente autónoma, está mediada por dispositivos estatales, programas culturales y circuitos turísticos que codifican la memoria del despojo en clave de oportunidad. Así, el sufrimiento histórico de los pueblos costeros se traduce en narrativa rentable, gestionada o mediada desde el Estado y operacionalizada por el mercado, en una maniobra que convierte la deuda histórica en espectáculo identitario y la resistencia en performance “auténtica”.
Así como se ven las cosas, sospechamos que, el nuevo pueblo chango dentro de poco abrirá terapias que serán promocionadas bajo la retórica de lo "ancestral", lo "sagrado", activando una nueva forma de “orientalismo terapéutico”, donde, por ejemplo, tradiciones budistas, himalayas, o de cualquier otro tipo, al ser descontextualizadas, estetizadas y trivializadas serán operativas para satisfacer las demandas emocionales de sujetos modernos en crisis existencial. Los nuevos "cuencos tibetanos" inspirarán "cuencos changos", “herramientas mágicas” para alcanzar estados de relajación, desbloqueo energético o "armonización" vibracional, dentro de un discurso pseudocientífico que mezclará libremente conceptos de física cuántica, chakras, neuroplasticidad y mariscos.
A este entramado se suma una dimensión de subjetividad intensa y, en muchos casos, un delirio místico de reencantamiento identitario. La reapropiación de una supuesta "ancestralidad marítima" no solo responde a exigencias institucionales, sino también a procesos íntimos de búsqueda de sentido, redención histórica y pertenencia simbólica, que pueden adoptar formas cuasirreligiosas de creencia, ritualización y éxtasis identitario.
Todo esto conecta muy bien con una lógica neocolonial de consumo espiritual auxiliada por antropólogos y trabajadores sociales. Así, se reproduce una forma de consumo cultural extractivista, donde se toma y tomará de otras culturas aquello que resulta atractivo o exótico, despojándolo de su contexto ético, histórico y cosmológico. A esto se suma la circulación acrítica de imaginarios de "pureza étnica", que refuerzan estereotipos y relegan la complejidad social e histórica y surgen imágenes estetizadas y funcionales para el consumo emocional occidental, paralelo a instancias de etnopolítica para dialogar con mineras, termoeléctricas o empresas que construyen plantas desaladoras.
El futuro médico “chango” (que hoy solo figura como “chaman”) será utilitario para centros holísticos que responderán a una lógica de mercantilización del sufrimiento moderno: en vez de enfrentar colectivamente las causas estructurales del malestar —como la precarización de la vida, el aislamiento social o la explotación laboral— se ofrecerán soluciones individuales, conectadas con la autoayuda, místicas y despolitizadas que apuntarán a "armonizar" el cuerpo, pero no a transformar el mundo.
En suma, la etnogénesis changa no debe ser comprendida simplemente como un fenómeno de reaparecimiento étnico, sino como un proceso profundamente situado en el entrecruzamiento entre el multiculturalismo neoliberal, la economía política del patrimonio y los regímenes visuales de la alteridad. Lejos de constituir una reapropiación autónoma y emancipadora, esta construcción identitaria opera dentro de marcos institucionales que reconfiguran formas de colonialismo interno. En este contexto, la autonomía se subordina a la lógica del reconocimiento estatal, mientras que el derecho a nombrarse y representarse a sí mismo queda subsumido en los lenguajes autorizados por el Estado, los dispositivos patrimoniales y los circuitos del mercado cultural.
La dimensión económica del proceso no es secundaria: la etnogénesis se inserta en una matriz de valorización simbólica que convierte la identidad indígena en un recurso estratégico, rentable y gobernable. Se activa así una lógica de extractivismo cultural, donde el ser chango se vuelve una plataforma de acceso a fondos concursables, iniciativas de turismo étnico, industrias creativas o beneficios diferenciados, lo que incentiva una forma de emprendedurismo identitario funcional a los dispositivos neoliberales de gestión de la diversidad. De este modo, la "emergencia" changa no solo estetiza la diferencia, sino que la mercantiliza, la canaliza y la neutraliza, desactivando sus potencialidades políticas más disruptivas.
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