En el norte de Chile, la aparición de autoridades de gobierno “vestidas” de huasos/as durante las celebraciones patrias revela una de las tensiones más persistentes en la construcción de la identidad nacional: la imposición simbólica del centro sobre la periferia.
Desde la antropología, este gesto no puede reducirse a un simple acto de conmemoración festiva, se trata más bien de una performance política que busca reproducir la idea de un Chile uniforme, donde lo propio de la zona central es elevado a categoría nacional.
El huaso es un personaje histórico, ligado a la hacienda, al rodeo y a la vida agrícola del Valle Central. Allí encuentra sentido, porque encarna relaciones sociales, territoriales y económicas propias de ese espacio. Pero al ser trasladado artificialmente al desierto de Atacama, a las ciudades mineras y costeras, se convierte en un símbolo descontextualizado que intenta encubrir bajo un disfraz la riqueza y la diferencia de las memorias locales.
En Iquique, Antofagasta, Tocopilla o Calama, un territorio chileno por efecto de una guerra minera, las celebraciones cívicas y la vida cotidiana ha estado marcada por variados imaginarios culturales: las procesiones religiosas andinas, la memoria pampina, la cultura minera, la vida portuaria, el devenir de la fugacidad urbana, los bailes populares y las prácticas festivas de comunidades indígenas y el mundo obrero subalterno.
Cuando un gobernador, una delegada, un intendente o un alcalde aparece vestido de huaso en estos escenarios, no se acerca a la comunidad: más bien reafirma una visión centralista que desconoce las identidades históricas del territorio. Esta distancia se acentúa aún más cuando la representación recae en la figura de un huaso de élite, adornado con mantas ostentosas o en la caricatura de una “huasa cuica”, símbolos que buscan entablar un diálogo ideológico con el mundo militar y con sectores políticos que, a lo largo del siglo XX, fueron partícipes y beneficiarios de dictaduras, episodios históricos donde se formalizaron los proyectos de uniformidad nacional.
Este acto puede entenderse como un ejercicio (generalmente irreflexivo) de folclorización y colonialismo interno. Al instalar el traje de huaso como “el” traje nacional, se establece una jerarquía cultural: el centro dicta qué símbolos representan a todos, mientras las regiones deben aceptar esa imposición, aunque sus propias memorias sean otras. La pluralidad cultural del norte queda reducida a un decorado exótico, incapaz de disputar la centralidad de la chilenidad oficial. Ahí también surgen los ventrílocuos que reproducen el habla de lo oficial, a través de las escuelas y el propio goce de identificarse como huaso.
Así, la vestimenta de huaso en el desierto no es un gesto inocente. Es una operación de poder que, bajo la apariencia de la tradición, refuerza la distancia entre Estado y región. Es también un síntoma de la dificultad histórica del país para reconocer la diversidad como principio constitutivo de lo nacional. El norte no requiere símbolos prestados para sentir pertenencia a Chile: sus propias culturas —hecha de pampinos, pescadores, mineros, migrantes e indígenas— ya constituye una forma legítima y “profunda” de chilenidad.
El desafío, entonces, no es insistir en la imagen del huaso como arquetipo nacional (bailando cueca gustosamente con las milicias), sino abrirse a una comprensión más amplia y plural de lo que significa ser chileno. Una nación verdaderamente diversa no necesita uniformes ni disfraces: necesita reconocimiento, memoria y respeto por la historicidad de sus territorios.
Así, estos huasos/as en el poder que se exhiben en las ramadas de cartón y en los desfiles militares, quedan archivadas en fotografías que exponen como campo de fondo los cerros desnudos, arboles secos, perros vagos, casas de techos planos, las “tomas de terrenos”, el cosmopolitismo y el archivo de la contaminación minera.

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