“Alta sobre Tocopilla está la pampa nitrosa. Páramos, la macha de los salares, es el desierto sin una hoja, sin un escarabajo, sin una brizna sin una sombra, sin tiempo. Allí, la garuma de los mares hizo su nido. Hace tiempo en la arena solitaria y caliente, dejó sus huevos desgranando el vuelo desde la costa, en olas de plumaje, hacia la soledad hacia el remoto cuadrado del desierto que alfombraron con el tesoro suave de la vida...” PABLO NERUDA. [1]
En todas las tardes de antaño, los tocopillanos eran testigos de un hecho peculiar: una vez que el sol se vislumbra en el horizonte crepuscular y cuando emergían los arreboles, desde el mar se originaba una gran mancha negra y a la vez comenzaba un ruido graznado. Eran las miles de garumas que se dirigían a refugiar en los cerros tocopillanos. La bandada era enorme y el cielo del puerto presenciaba un gran manchón negro móvil.
La garuma o el
gaviotín gris, existían por cantidades infinitas: no había tanta contaminación
y no eran afectadas por la pesca industrial. Usualmente, se
distribuía en toda la costa de Chile, desde Arica hasta Corral. Pero también ha
sido visto en el Golfo de Penas.
Era habitual que en las
playas tocopillanas se distinguieran estas aves de cabeza blanquecina en verano
y pardusca en invierno. De cuerpo gris, más oscuro en las partes superiores con
la cola gris y con banda subterminal negruzca, patas negras y pico
negro.
Estos pájaros pasaban todo
el día en el mar y en algunos roqueríos costeros alimentándose. En las tardes
se dirigían a los cerros, en donde anidaban sus vidas y se resguardaban en
ellos, cerros que lucían tórridos por la energía entregada durante todo el
día por el sol.
Sin embargo, cuando se
iniciaba el día, su hábitat era invadido por los hombres recolectores de
huevos. Generándose con ello un fuerte daño ecológico.
¿Qué movía a
estos hombres? ¿Qué los hacía subir los cerros?: el hambre.
En el periodo 1930-32,
vista la vasta pobreza y hambruna que acontecía en el puerto, producto del
fuerte y hondo impacto local por la Gran Depresión de 1929,
muchas familias realizaban completas jornadas de recolección en los cerros
tocopillanos en busca de los huevos de garumas. Estas fechas marcan el
precedente para esta práctica, continuando en la década del 40 y 50.
Llegaban al alba, con
garrotes y canastos invadían los nidos y aplastaban a los que estaban con
criaturas. Armaban su motín, su trofeo de la expedición, para luego descender
desde los cerros.
Una vez en el puerto,
estos recolectores iban con sus cestos ofreciendo por el centro sus frutos de
las pesquisas. Iban raudos entregando al mejor postor la frescura de estos
huevos. Restaurantes y particulares se convertían en la clientela,
haciendo que de vez en cuando aumentaran en cantidad los grupos de
expedicionarios a la Cordillera de la Costa, en donde las garumas
reposaban de noche.
Gracias a esta práctica,
muchos porteños lograron sobrevivir a la pobreza e hicieron de esta actividades
un real oficio.
Hoy por hoy, las garumas
son muy escasas, quizás por la gran matanza en los cerros locales, también por
emigración masiva provocada por la sobreexplotación de los recursos marinos por
parte de las pesqueras y su extracción sobredimensionada a través del
“arrastre”. Y esa escasez, ha hecho que ya no sea visible aquel espectáculo
natural.

Fotografía: MIguel Acuña Diaz.
[1] Pablo Neruda en Canto General; Pág. 444. En “Las Aves Maltratadas”. Editorial Pehuen.(2007)

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