En este fragmento de La danza de la realidad, Alejandro Jodorowsky entrelaza la experiencia infantil de una varazón con una profunda alegoría social que revela, desde una mirada temprana y sensorial, las violencias estructurales y desigualdades que marcaban el paisaje humano y ecológico del Tocopilla de su infancia. A través de una escritura cargada de simbolismo, el autor transforma una escena aparentemente fortuita —la aparición masiva de sardinas muertas en la playa— en una lección existencial y política sobre la culpa, la compasión y la revelación de la injusticia.
“Bajé a la playa, que estaba a doscientos metros de nuestra calle central y ahí sintiéndome con el poder del rey de los animales, desafié al océano. Sus olas que venían a lamer mis pies eran pequeñas. Comencé a lanzarle piedras para que se enojara. Al cabo de diez minutos de apedreo las olas comenzaron a aumentar de volumen. Creí haber enfurecido al monstruo azul […] Una mano áspera detuvo mi brazo “¡Basta, niño imprudente!”. Era una mendiga que vivía junto a un vertedero de basuras. La llamaban Reina de Copas. como el naipe de la baraja española- porque siempre, llevando en la cabeza una corona de latón oxidado, se tambaleaba de borracha. “Una pequeña llama incendia un bosque, una sola pedrada puede matar a todos los peces!”.
Me desprendí de su garra y desde mi encumbrado trono imaginario le grite con desprecio: “Suéltame, vieja hedionda, ¡No te metas conmigo o te apedreo también”. Retrocedió asustada. Iba yo a recomenzar mis ataques cuando la Reina de Copas, lanzando un chillido gatuno, indico hacia el mar. Una mancha plateada, enorme, se acercaba a la playa... y, sobre ella siguiéndola, una espesa nube oscura! De ninguna manera pretendo afirmar que mi infantil acto fuera el causante de lo que sucedió, sin embargo es extraño que todos aquellos acontecimientos se produjeran al mismo tiempo, constituyéndose en una lección que nunca jamás se borrarra de mi mente.
Por una misteriosa razón, millares de sardinas vinieron a vararse en la playa. Las olas las arrojaban moribundas sobre la arena oscura que poco a poco se cubrió del plateado de sus escamas. Brillo que pronto desapareció porque el cielo, cubierto por voraces gaviotas, se torno negro. La mendiga ebria, huyendo hacia su cueva, me gritó: “Niño asesino: ¡por martirizar al océano mataste a todas las sardinas!”
Sentí que cada pez, en los dolorosos estertores de su agonía, me miraba acusador. Me llené los brazos de sardinas y la arrojé hacia las aguas. El océano me respondió vomitando otro ejercito moribundo. Volví a recoger peces. Las gaviotas, con graznidos ensordecedores me los arrebataron. Caí sentado en la arena, el mundo me ofrecía dos opciones: O sufría por la angustia de las sardinas, o me alegraba por la euforia de las gaviotas. La balanza se inclinó hacia la alegría cuando vi llegar a una multitud de pobres, hombres, mujeres, niños, que con frenético entusiasmo, espantando a los pájaros, recogieron hasta el ultimo cadáver. La balanza se inclinó hacia la tristeza cuando vi a las gaviotas, privadas de su banquete, picotear decepcionadas en la arena una que otra escama […].
Me afectó tanto esa alfombra de peces varados que comencé a ver a la multitud de pobres que se hacinaban en La Manchurria, gueto con chabolas de calaminas oxidadas, pedazos de cartón y sacos de patatas como sardinas varadas y a nosotros, la clase alta formada por comerciantes y funcionarios de la Compañía de Electricidad, como ávidas gaviotas. Descubrí la caridad”.
Jodorowsky, A. (2009). La danza de la realidad:(psicomagia y psicochamanismo). Ed. Siruela, pp.8-9.
El niño que juega con las fuerzas del océano y es interpelado por una figura marginal, la “Reina de Copas”, atraviesa una metamorfosis interior que va del ego narcisista al despertar de la conciencia social.
La playa, espacio liminal entre tierra y mar, se convierte aquí en escenario de tensiones entre naturaleza y cultura, infancia y madurez, miseria y privilegio. Las sardinas varadas simbolizan no solo el colapso de un ecosistema, sino también el destino de los pobres de La Manchuria —nombre popular del barrio marginal de Tocopilla— atrapados en una condición de despojo y precariedad. Frente a ellos, la "clase alta" aparece figurada como gaviotas rapaces, voraces y egoístas. El gesto final del protagonista, al comparar a los habitantes del gueto con los peces moribundos, y a su propia clase con aves carroñeras, no es solo una metáfora visual, sino una toma de posición ética y política. En esa escena de duelo y reparto, Jodorowsky descubre la caridad no como una virtud piadosa, sino como una inquietante revelación de las asimetrías que estructuran el mundo. El texto se ofrece así como una fábula crítica sobre el hambre, el privilegio y la conciencia de clase en el Chile del norte salitrero.
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